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Hacia un nuevo contrato social global

Por Cristina Narbona, publicado por primera vez en «El Siglo de Europa» el 26 de marzo de 2020

Mientras escribo estas líneas, todavía no se ha reunido el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para declarar la pandemia del Covid19 como amenaza mundial; lo hizo, en su momento, a propósito de la expansión del virus del ébola, que mereció también una declaración específica por parte del G-20. Por cierto, España ha impulsado la celebración de la próxima reunión del G-20, desde la convicción de la necesidad imperiosa de una mayor cooperación y coordinación internacional, en particular entre los países con mayor capacidad para hacer frente a la actual pandemia.

La historia nos enseña que las grandes catástrofes, tanto bélicas como sanitarias, han modificado profundamente la organización de las sociedades. La peste  del siglo XIV, que redujo a un tercio la población en Europa, reforzó el poder civil sobre el religioso, como respuesta a una mayor exigencia de seguridad y de orden público, abriendo paso a la construcción de los ordenamientos jurídicos así como al impulso a las artes y a las ciencias que caracterizaron el Renacimiento.

Y la devastación provocada por las dos guerras mundiales del siglo XX comportó la creación de organismos internacionales con el objetivo de garantizar la paz y la reconstrucción económica. En ese contexto, se consolidó en numerosos países el denominado “contrato social”, fundamentado en la alianza entre la democracia como sistema político garante de los derechos individuales y el libre mercado como eficaz proveedor de bienes y servicios. El ‘Estado del Bienestar’ nació precisamente de la demanda social de una actuación pública potente en el ámbito de las fronteras de cada país, mientras los organismos multinacionales facilitaban el comercio internacional y la libertad de movimiento de los capitales, conforme al paradigma económico dominante. La creación de la Unión Europea se ha considerado, hasta ahora, la experiencia más exitosa de la combinación de democracia y mercado.

Sin embargo, la creciente globalización financiera –debilitando la capacidad de decisión de los gobiernos nacionales–, y el progresivo deterioro de los equilibrios ecológicos, han generado desigualdades en las sociedades más avanzadas, también en la Unión Europea, y han puesto de manifiesto los costes sociales y ambientales de determinadas políticas económicas, así como la importancia de tener en cuenta la ineludible interdependencia entre todos los ciudadanos del mundo. El nuevo “contrato social” que surgirá tras la actual pandemia requerirá de la existencia de una auténtica gobernanza global, de un “constitucionalismo planetario” (como lo denomina el filósofo Luigi Ferrajoli): la conciencia general de nuestro común destino, que requiere un sistema también común de garantía de derechos y de exigencia de responsabilidades.

Frente a la necesidad de proteger la vida en todos los rincones del planeta, el más peligroso de los virus es el del individualismo, alimentado por la ignorancia y por la codicia, como podemos comprobar en estos días. La interdependencia significa que la resistencia (o mejor aún, la resiliencia) de cada eslabón de la cadena de la vida –de los seres humanos y del resto de los seres vivos– es necesaria para evitar el colapso social, económico, ecológico… La comunidad científica nos alerta precisamente del riesgo de aparición y propagación de nuevos virus a causa del cambio climático y de la pérdida de biodiversidad.

Así, hoy podemos comprobar cómo el actual paradigma economicista ha propiciado la producción y el consumo de determinados bienes y servicios sin tener suficientemente en cuenta ni su impacto ambiental ni las auténticas necesidades sociales. Ello comporta, entre otras cosas, que nuestros profesionales de la salud, de la educación, de la seguridad… los que investigan, los que garantizan la producción de alimentos…, reciben remuneraciones ridículas frente a las obtenidas por efímeros protagonistas de espectáculos de masas o por quienes especulan en los mercados de capitales.

Se impone un nuevo contrato social global, capaz de garantizar el acceso a los bienes básicos a todos los ciudadanos del mundo, a los que viven hoy y a los que vivirán mañana.

Esta pandemia nos ha obligado a reestructurar nuestra jerarquía de valores, a combatir el egoísmo y a confiar en la ciencia y en la importancia de la precaución y de la prevención a la hora de tomar decisiones políticas. Y todo ello marcará las características de los nuevos liderazgos sociales y políticos, capaces de impulsar un progreso más justo, más seguro, más duradero.

Las medidas que ha venido adoptando nuestro Gobierno van en esta dirección, reforzando la actuación pública en la sanidad, los servicios sociales y la seguridad, potenciando la investigación científica y estableciendo un escudo de protección social en apoyo de los trabajadores, de las pymes y de los autónomos. Pero, para conseguir los mejores resultados necesitamos mayor implicación de la Unión Europea –en línea con las decisiones que van lentamente adoptándose–, y la máxima corresponsabilidad de todas las instancias públicas y privadas.

La tarea es titánica, pero supone la oportunidad de reconducir a tiempo el rumbo de la humanidad.

Presidenta del PSOE, partido del que es miembro desde 1993. Doctora en Economía por la Universidad de Roma, ha sido, entre otros cargos, secretaria de Estado de Medio Ambiente y Vivienda (1993-1996) y ministra de Medio Ambiente (2004-2008), así como embajadora de España ante la OCDE (2008-2011). Desde enero de 2013, y hasta su elección como presidenta del PSOE, ha sido consejera del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN). Es miembro del Global Sustainability Panel del secretario general de Naciones Unidas (2010-2012), de la Global Ocean Commision y de la Red española de Desarrollo Sostenible. También forma parte del colectivo Economistas frente a la Crisis.

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